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Editorial: Dos tragedias de la guerra a las drogas y ninguna disculpa

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David Borden, director ejecutivo

David Borden
A fines de este mes, el 21 de noviembre marcará un año desde la muerte a tiros de la nonagenaria Kathryn Johnston en las manos de policías de Atlanta. Johnston no estaba involucrada con drogas ilegales. Pero una combinación de error de un informante con las mentiras de algunos integrantes de la brigada antidroga les consiguió una orden para búsqueda inadvertida. Cuando la brigada de oficiales de paisano empujó la puerta e irrumpió, Johnston creyó que estaba siendo atacada y, sin disponer del tiempo para pensar en ello, sacó un arma que su sobrina le había dado para protección y empezó a disparar. Los agentes respondieron a tiros. Tres de los oficiales salieron heridos, pero tenían una puntería mejor y, así, Johnston fue muerta.

Un tipo distinto de tragedia es el de la cincuentona Robin Prosser, una paciente registrada de marihuana medicinal en Montana, donde ella encabezó por tres años el intento de aprobar la ley estadual como una de las principales voceras de los pacientes de la campaña por la iniciativa. Pese a todo esto, la DEA interceptó e incautó un paquete de su remedio la primavera pasada. A su vez, esto asustó a otros abastecedores y le dificultó la obtención de lo que necesitaba para manejar su enfermedad, lupus eritematoso sistémico. Ella habla de eso en un vídeo grabado la primavera pasada y sus últimas entradas en su bitácora narran la crónica de cómo todos estos problemas la hundieron más en la depresión, hasta que, por fin, se suicidó el mes pasado.

El hilo común en todas estas pérdidas innecesarias es la guerra a las drogas. En Atlanta, la policía, pese a su mala conducta que resultó en el tiroteo, no esperaba acabar matando a una mujer de 92 años cuando reventaron su puerta. Los agentes de la DEA que se llevaron el medicamento de Prosser probablemente no esperaban que el resultado de la acción fuera su suicidio. Pero, cuando se interfiere enérgicamente en la vida de una persona – incautando remedios o invadiendo sus hogares –, los resultados pueden ser imprevisibles.

Pero imprevisible en apenas un sentido – previsible en otros. Pese a que no sea probable que una intervención cualquiera termine de esta manera, es inevitable que dichas tragedias sigan ocurriendo con tanto que la guerra a las drogas siga ardiendo. El asesinato de Johnston sólo fue singular en la edad de la Sra. Johnston. Han sido documentados cientos de asesinatos de inocentes o de infractores de poca monta cometidos por equipos de la SWAT y ha habido muchos casos que casi llegaron a suceder. En verdad, justo dos meses antes en Atlanta, la policía casi mató a la octogenaria Frances Thompson en una situación muy parecida. Si no sabían que estaban poniendo en riesgo la vida de la gente en la casa de Johnston, deberían haberlo sabido.

Sería una cosa si no hubiera ninguna otra salida mejor. Pero la guerra a las drogas no funciona y la prohibición les hace un daño enorme a los individuos y a la sociedad. Entonces, no es muy difícil pensar en salidas mejores. No hay disculpa para más tragedias de la guerra a las drogas.

Permission to Reprint: This content is licensed under a modified Creative Commons Attribution license. Content of a purely educational nature in Drug War Chronicle appear courtesy of DRCNet Foundation, unless otherwise noted.

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