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Reseña de la Crónica: “Seeds of Terror: How Heroin is Bankrolling the Taliban and Al Qaeda” de Gretchen Peters (2009, Thomas Dunne Press, 300 págs., US$ 25,95, cartoné)

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Gretchen Peters seguramente tiene el sentido de la oportunidad. Pasó la última década cubriendo Afganistán y Pakistán, primero para Associated Press y luego para ABC News, y logró poner "Seeds of Terror" [Las semillas del terror] en prensa tan pronto como EE. UU. y sus aliados en la OTAN en Afganistán empezaron a tambalearse hacia un nuevo abordaje a las políticas de drogas allá. Justo este fin de semana, EE. UU. anunció que iba a abandonar los intentos de erradicar para obtener la victoria sobre la adormidera y, hace unas cuantas semanas, relatos noticiosos de ataques de EE. UU. y OTAN contra narcotraficantes, provisiones de opio y laboratorios de heroína han estado llegando en un ritmo firme, si no creciente.

el opio afgano
La tesis de Peters – la de que el tráfico inmensamente rentable en opio y heroína financia a Talibán y Al Qaida en el orden de cientos de millones de dólares al año, que utilizan para insurreccionarse contra el Occidente y los aliados en Afganistán -, aunque sea retratada como asombrosa y escandalizadora, no es ninguna novedad ni para los lectores de la Crónica ni para cualquiera que haya estado siguiendo los eventos en Afganistán desde antes de la invasión estadounidense en el 2001.

Pero "Seeds of Terror" brilla en su pormenorización sin par y su profundidad de conocimiento del narcotráfico, de la insurgencia del Talibán y de Al Qaida, de la conexión con Pakistán y de los vínculos intrincados y complicados entre los actores. Con acceso a funcionarios del gobierno y de seguridad estadounidenses, así como de Pakistán y Afganistán, y mediante entrevistas con todos, de simples agricultores a combatientes pasando por traficantes de opio y aun algunas personas de un escalón asombrosamente alto en el tráfico internacional en heroína, Peters logra navegar y trasmitir a los lectores la naturaleza turbia y en cambio perenne de la bestia.

Ella es especialmente servicial cuando se trata de desentrañar las agrupaciones diversas que se denominan “el Talibán” de modo simplista. No hay un solo Talibán, explica Peters; hay caudillos rivales (Hekmatyar, Haqqani, el mulá Omar) que dirigen sus narcoimperios y luchan para echar a los occidentales con sus convicciones de muyahidín cada año más nubladas en una niebla de humo de opio y beneficios ilícitos. Luego hay lo que en esencia son carteles. Ellos también se identifican como Talibán por motivos pragmáticos – principalmente el factor de la intimidación -, pero tienen poco interés por la guerra santa, excepto en la medida en que proporciona la cobertura caótica para su comercio clandestino.

A decir verdad, como detalla Peters, la historia se remonta a una generación atrás en la última gran intervención estadounidense en este país de Cuarto Mundo del otro lado del planeta. Entonces, durante el patrocinio reaganista de los muyahidín afganos que luchaban para echar al Ejército Rojo soviético, millones de afganos huyeron hacia campamentos de refugiados en Pakistán y los aspirantes a caudillos y muyahidín extranjeros (incluso el joven Osama bin Laden) se pelearon por los miles de millones oriundos de Washington que la inteligencia pakistaní repartía o, alternativamente, de fuentes de financiación en Arabia Saudita.

Esos caudillos convirtieron Pakistán, particularmente los territorios repletos de refugiados de la Frontera Noroeste, en un destacado productor de opio durante los años 1980 para asegurar una fuente de financiación para sus ejércitos y, en segundo lugar, transformar el máximo número posible de soldados rusos en yonquis. Las redes del narcotráfico pakistaníes, incluso algunos oficiales de altísimo escalón en el Ejército y otros funcionarios, que se establecieron en aquel momento todavía son los principales conductos para el opio y la heroína que dejan Afganistán hoy. Caracho, qué percance.

Peters posee conocimientos agudos de los asuntos locales, escribe bien y ha elaborado una narrativa apasionante e informativa. Pero, frente a una labor de contrainsurgencia que se ha atolondrado, en gran manera a causa de los beneficios del tráfico en drogas ilícitas que han mantenido el Talibán bien abastecido de armas nuevecitas, ella no logra resistir a la tentación de hacer su aporte al recomendar políticas más eficaces. Aquí, desdichadamente, es decididamente convencional y no cuestiona el paradigma prohibicionista.

Por ejemplo, la propuesta ventilada por el Consejo de Senlis en el 2005 de simplemente acaparar el cultivo de adormideras y desviarlo al mercado médico legítimo recibió notablemente poca atención. Peters dedica un mísero párrafo al plan y lo descarta por no considerarlo pragmático – una postura que los expertos no sostienen universalmente.

Igualmente, aunque entre sus prescripciones de políticas figuren puntos desarrollistas y progresistas como programas de sustento alternativo, el fortalecimiento de las instituciones y la apertura de nuevos mercados para nuevos cultivos, también hay un llamamiento a “arrestar o matar” a capos del narcotráfico, químicos de laboratorios de heroína y aun traficantes de nivel medio. Asimismo defiende ataques aéreos contra convoyes contrabandistas, una contrainsurgencia “más inteligente” y una imposición reforzada de la ley contra los “malos”.

Sin duda, el pensamiento de Peters sobre las políticas de drogas es acomodadizo, pero su contribución a nuestra comprensión del nudo complejo entre el tráfico de drogas ilícitas en Afganistán, las insurgencias locales y las ambiciones muyahidín mundiales es importante y escalofriante. Es el mejor guía de profanos para tal nudo que existe.

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